20 febrero, 2015

El mejor Kafka vivió fuera de su escritura




                                                                                                                
 En la versión fílmica de Naked Lunch (David Cronemberg, 1991), William Lee sentencia: “dejé de escribir cuando tenía diez años, era muy peligroso”. A pesar de saberlo termina redactando reportes sobre sus vivencias en Interzona (Tánger).
            ¿Cuántos son los escritores que destinan su obra al recuento de sus vidas?, y de estos, ¿quiénes logran hacer de su vida la más importante obra, aún si el argumento conduce a la tragedia?  
            Franz Kafka es, por mucho, el escritor que mejor describe al siglo XX, y que incluso sigue vigente en nuestros días. Tal vigencia se expresa no tanto en la temática de sus obras como en el logrado reflejo de lo que en nuestros días aqueja al espíritu humano. Kafka mejor que nadie describe el vivir al día en sus personajes, algo que en la actualidad parece ser la norma. La Voluntad (entendida en la acepción schopenhaueriana), se manifiesta en el top five de las listas musicales de la semana. O parodiando a Heidegger: "Twitter es la casa del Ser" o lo que es lo mismo: #dasein.
            En Kafka, el individuo (Georg Bendemann, Gregor Samsa, Joseph K., K., o Karl Rossman) se ocupa exclusivamente de su situación presente, ya sea: despertar transformado en insecto, investigar en que consisten las acusaciones del proceso al que se le ha sometido, o que, después de abandonarlo todo se encuentre ante un castillo donde nadie le espera.
            Este ocuparse, este actuar, es lo que nos otorga existencia. No el desempeñar una función concreta pretextando que sólo para eso servimos, o que para tal o cual cosa fuimos diseñados. Simple y llanamente afirmamos nuestra existencia en la acción.
            Actuamos en el instante presente; no lo hacemos al evocar el pasado (Proust) o al solazarnos en las chaquetas mentales que producimos a diario (Joyce). Somos "agentes" de nuestro devenir ―nuestro proceso de ser―, escribiendo "reportes" que dan constancia de nuestras hazañas (Beckett). Muchas veces quisiéramos tirar la toalla, y decirle al mensajero que nos ha hecho el encargo: "preferiría no hacerlo"; renunciamos a ser escritores y nos conformamos siendo escribas (Mellville), meros copistas de documentos ya redactados. Elegimos no tener una voz propia.
            Los personajes de Kafka vivían su presente, intentando (sin éxito) salir de la ratonera. Condenados por una fuerza ciega: impuesta, quizá sin saberlo, por ellos mismos.




            Kafka fue uno más de sus personajes, sin duda el definitivo, y su historia está contenida en un libro sin título, cuyos capítulos se componen de los diarios y cartas que dejó. Destacan por supuesto, los capítulos: Felice Bauer y Milena Jesenska. El primero sobre todo porque influye en la trama de El Proceso (detallado por Elías Canetti en El otro proceso de Kafka). El epistolario kafkiano contiene una gran revelación que probablemente no se pensaba antes de Kafka:
            ...escribir cartas es comunicarse con fantasmas, no sólo con el fantasma del receptor, sino con el propio, que emerge entre las líneas que se están escribiendo... Los besos escritos nunca llegan a destino, sino que se los beben estos fantasmas en el camino.
            Escribir cartas es escribir para nadie.
            Quien escribe una carta no tiene la certeza de que la otra persona le responda, no tiene certeza siquiera que lea su carta, y en caso de que el destinatario la reciba y la lea, qué tanto podrá sentir las palabras. Es como estar en facebook y dejar un mensaje en inbox sin tener la certeza de si tu amig@ leerá el mensaje.
            Existe cierta clase de escritores  para quienes resulta atractiva la idea de insertarse en la realidad como un personaje de ficción, cuyas intenciones y sueños nos resultan más o menos claros; pero con Kafka no podría ser tan fácil como con sus personajes. Rehuye a toda reinterpretación, y lo hace explicándose a sí mismo, sobre todo con quien fuera su prometida: Felice Bauer. Se trataba de una relación a distancia y eso procuraba un mayor resguardo y seguridad al escritor. Seguiría por ese camino sobre todo en su relación con Milena.
            Pero existió un capítulo no escrito, el capítulo perdido en la novela sin título. Y lo conocemos por quienes convivieron con el autor en su último año de vida.
Kafka conoce a Dora Diamant durante el verano de 1923. El signo de su relación fue la cercanía. Lo más curioso es que los documentos o entrevistas en los que Dora relata la experiencia de haber sido la novia de Kafka, nos presentan otra faceta del escritor Checo. Destaca su capacidad de asombro ante las situaciones más cotidianas, su conocimiento de la naturaleza humana y principalmente su mirada, en la que Dora no encontraba miedo o timidez, sino fascinación. También enfatiza su viveza al hablar, como queriendo encontrar las palabras adecuadas a lo que busca comunicar.
Nunca dejó de escribir. Más que una compulsión, la escritura era para Kafka el aliento indispensable para seguir vivo.
La enfermedad que acabó con él, la tuberculosis, lo liberó del pacto que hizo con su escritura. Su vida dejo de reflejar la oscuridad de sus obras. Pudo, finalmente, separar al creador de la creación. 


J. S. Cainiz

14 febrero, 2015

DE QUÉ VAS CON EL AMOR



El presente texto fue leído la noche del 13 de febrero de 2015, en la tertulia literaria: Mejor no hablemos de amor, en Casa Terán, Aguascalientes.



Sólo quien dice estar enamorado tiene el atrevimiento de esbozar una definición de amor. La realidad es que se ha escrito tanto al respecto y seguimos sin tener una respuesta. Tal vez la de Bukowski sea la mejor definición de lo que podemos entender si hablamos de amor.
            Precisamente son los poetas quienes adquieren el compromiso de intentar definir este sentimiento.
            En lo particular, llegué a esbozar una dialéctica del amor. Considerando a los no iniciados, diremos que una dialéctica consiste en oponer dos tesis y obtener un resultado o síntesis. Debo admitir que mi tesis es resultado de experiencias previas —dicen que cada quien habla como le va en la feria—, y a la fecha mantengo la siguiente postura: “el amor es la entropía del alma”.
            Me explico. La entropía es el desgaste material de las cosas. A cada nueva transformación de materia o energía se produce una disminución de átomos, así que habrá un momento en que la entropía termine por agotar la existencia en el universo. Decir pues que “el amor es la entropía del alma” es asegurar que ese amor que en algún momento llegamos a experimentar, poco a poco va corroyendo nuestra “supuesta” alma inmortal.
            A mi tesis opongo la antítesis: “sin amor sólo somos extraños en el paraíso”. Como un intento por permitirnos la posibilidad de percibir el amor de manera que otorgue sentido a nuestra existencia. Amor como reconocerme en otro ser, encontrarme con esa parte que sin saberlo había estado durante toda la vida en su busca. Como quien pregunta por el simple deseo de encontrar algo, no importa qué, sólo algo que le haga sentir que valió la pena la espera hasta ese momento.
            La síntesis, o el resultado de oponer ambas posturas, es la sencilla pero contundente advertencia: “cuidado con el amor”, que más parece un eslogan de salud pública, algo que se dice en las campañas para prevenir enfermedades de transmisión sexual. Lo cierto es, que deben tomarse las debidas precauciones si se desea entrar a este “juego de lágrimas”, pues como decía Bukowski: el amor es un perro infernal.

Es común malentender el estar enamorado con el amar. Como en la canción de José José: casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar. Suena a lugar común, pero sólo a partir de haber vivido ciertas experiencias, en este caso valorar nuestra propia posición dentro de una relación de pareja, es como nos percatamos de esta diferencia.  
            Lo primero es entender cómo funciona la dinámica en la lucha de sexos, y para ello me remito al proverbial ejemplo de la película Cuando Harry encontró a Sally (When Harry Met Sally), en la que Billy Crystal le hace la gran revelación a Meg Ryan de que los hombres no pueden ser amigos de las mujeres porque “el sexo siempre interfiere”. Tal vez empiecen como amigos, pero invariablemente casi siempre una de las partes termina cediendo a sus impulsos, o bien, si se posee un mayor grado de sensibilidad (algo de lo que muchos hombres carecen), se enamora de la otra persona. De lo cual podemos deducir que suele confundirse el amor con el deseo. Pero supongamos que se trata de amor…
Podríamos enumerar infinidad de ejemplos tomados de la cultura popular, lo cual puede decirnos precisamente que aprendemos a amar o desarrollamos nuestra concepción del amor a partir de: las películas que vemos, las canciones que escuchamos (curiosamente casi todas hablan de desamor o rompimientos), y si somos un poco más exigentes con lo que nutre nuestro espíritu, basaremos nuestras ideas sobre el amor en los libros que leemos.
Si se tiene la inquietud de leer algo que nos dé una idea más genuina de lo que se puede entender por amor, puede leerse desde: el Diario de Ana Frank (interesante seguir los pensamientos de una adolescente encerrada en un bunker, oculta con su familia, y cómo en el lugar más inesperado se encuentra con algo que podríamos llamar amor), Leviathan de Julien Green (para enterarnos de cómo el más ordinario de los hombres llega a perderse por una obsesión), La Venus de la Pieles de Leopold Sacher-Masoch (o la capacidad del ser humano para degradarse al punto de volverse repulsivo ante el ser amado), Principiantes de Raymond Carver (después de tanto tiempo seguimos sin saber de qué hablamos cuando hablamos de amor), o Alas Rotas de Khalil Gibran (hasta ahora el libro que describe sin lugar a dudas lo que es el verdadero amor).
Así pues, amamos o decimos amar a partir de las nociones que heredamos por la tradición. Que no nos extrañe, pues, si concebimos al amor como una enfermedad, o un dulce padecimiento; me vienen a la mente expresiones para referirse a una querida, tales como: adorado tormento, cruel enemiga, la dueña de mis quincenas, etc. Si bien los tiempos que nos han tocado vivir presentan una verdadera revolución que ha puesto en crisis el concepto de amor cortés que nos legaron los medievales.
Ahora difícilmente se jura amor eterno, y si se hace tal juramento es más de tomarse a la ligera. No obstante, los suicidios causados por una decepción amorosa se encuentran entre las principales razones a que aluden quienes se auto inmolan. Lo que no hacemos, en estos casos, es preguntarnos si eso que sentimos es realmente amor.
Solemos confundir la cercanía, compatibilidad, entendimiento y buena camaradería, con ese algo más profundo y que forzosamente compete a dos personas. Algo que tardamos en entender. El enamoramiento siempre inicia en una de las partes, y es en ese punto que se genera lo que conocemos como “amor no correspondido”. Se cree que con la convivencia la otra parte, el ser amado, llegará a corresponder el amor del primero. Es en la afinidad del querer darse, cuando dos personas sienten esa urgencia de compartir lo mejor de sí mismos con el otro, que podemos hablar de verdadero amor, y este fenómeno no es otro que el de la química, “la chispa”, lo que para algunos explica inequívocamente el amor a primera vista.  
Se requiere conocer a la otra persona, entenderla en sus necesidades más elementales, comprendiendo su naturaleza individual. Y sólo podremos aventurarnos a dicha exploración si previamente hemos realizado tal procedimiento en nosotros mismos. Sólo quien realmente se conoce y se acepta, está dotado de lo necesario para entablar una verdadera relación de amor con otro ser. Es una lección tan sencilla de explicar pero tan difícil de aplicar.
Ahora bien, este vínculo con el otro muchas veces nace de uno mismo. En Alas Rotas de Khalil Gibran, el protagonista ofrece una reflexión sumamente esclarecedora a este respecto: “Así cambia la apariencia de las cosas según las emociones, y así vemos la magia y la belleza de las cosas, pero lo que sucede es que la belleza y la magia están realmente en nosotros mismos”. Por lo tanto esa afinidad por el otro nace en los propios sentimientos, así pues, la capacidad de amar puede estar mayormente arraigada en una de las partes. Si bien es cierto que se tiende a idealizar al ser amado, es una proyección que nace en el amante-espectador, en el que anhela y espera, siendo capaz de poner en pausa todo en su vida por esa persona.
Igualmente podemos inferir que quien ama dota al objeto amado de una serie de atributos y características que alguien fuera de esa dinámica no será capaz de percibir en la persona que funge el rol de objeto amado. Paralelamente existen dos versiones del ser amado: la versión idealizada por el enamorado y quien es esa persona en la realidad. Si todos aquellos que en algún momento han dotado a otro ser de atributos que en realidad albergan dentro de sí mismos, ya sea en una relación pasada, o que experimenten en la actualidad, se pusieran a analizar con cuál de las dos versiones del ser amado elegirían estar, y con cuál pueden realmente estar, encontraríamos que su respuesta y la realidad diferirían radicalmente.
Bajo esta premisa de proyectar nuestro amor propio en el otro, finalmente qué podemos decir del hecho de externar a otro ser humano las palabras: “te quiero”. Será acaso una sublimación de nuestro amor propio vertido en la otra persona, o sencillamente expresamos el genuino sentimiento de compartirnos con el otro.
Estamos dispuestos a darnos al otro, pero esperamos en el fondo de nuestro ser que esa otra persona también se dé a nosotros. Pero, ¿por qué lo esperamos? ¿Acaso hemos hecho un gesto extraordinario que nadie más hizo antes o será capaz de hacer en lo sucesivo por esa persona? ¿Será válido el hacernos este tipo de preguntas y seguir siendo capaces de ofrecer nuestro corazón y pedir en prenda el corazón del otro? Como señala puntualmente el relato de Raymond Carver: de qué hablamos cuando hablamos de amor. ¿Por qué seguimos cuestionándonos algo que aparentemente sólo requiere sentirse, algo que racionalizamos sólo hasta que padecimos la ruptura o el desencanto?

Por qué es tan común equiparar el encontrar el verdadero amor con la obtención de la felicidad. En el fondo anhelamos una quimera que sabemos nunca llegará, o es tal nuestro grado de autoengaño que nuestra capacidad de vendernos simulacros es superior a cualquier campaña de marketing del principal refresco de cola, y por lo tanto, vivir convencidos de que existe un amor verdadero para cada uno nosotros pasa a convertirse en la única mentira que seguimos creyendo ya de adultos, a diferencia del niño dios o el ratón de los dientes.
Por qué seguir alimentando esta falacia. A este respecto, John Lennon señala lo siguiente:

Nos hicieron creer que cada uno de nosotros
es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene sentido
cuando encontramos la otra mitad.
No nos contaron que ya nacemos enteros,
que nadie en nuestra vida merece
cargar en las espaldas
la responsabilidad de completar lo que nos falta.

Vivimos en la urgente necesidad de que alguien llegue a nuestra vida y nos salve de nuestro descontento y miseria. Esperamos encontrarnos con nuestra “media naranja”, ese alguien que nos complemente, nos corresponda y nos haga felices. Como si la felicidad estuviera en otro. Y qué pasaría si ese otro en quien creemos encontrar aquello que creemos nos falta, también estuviera en la creencia de que uno es quien le dará eso de que carece. Para algunos esta ecuación expresa el complementarse, pero la verdad no tiene el menor caso buscar en otro algo que no me creo capaz de encontrar en mí mismo. Es absurdo. Entender el amor en esos términos es absurdo. Y es la falacia que compraron nuestros abuelos y nuestros padres; y se espera que también nosotros perpetuemos esa falsa noción que no hace sino sumirnos en la desesperación y el desaliento.
Luchamos un juego de voluntades, un juego de lágrimas en el que, si somos la parte fuerte, siempre esperamos que la otra persona piense y sienta como nosotros, y en cambio, si somos el elemento débil, llegamos a comprar la visión del otro, comprometiendo nuestra integridad y esencia individual, dejamos de ser en relación a la persona con quien compartimos nuestra vida y nos convertimos en alguien que vive para otro, o bien, esperamos que el otro renuncie a su individualidad, aquello que se supone en un inicio nos cautivó de esa persona, y esperamos que se adecúe a nuestra manera de pensar y de sentir. En ambos casos estaremos hablando de “anulación”. Eso nos lleva a frustrarnos y a preguntarnos por qué algo que en un inicio parecía perfecto se ha tornado en nuestra peor pesadilla, llegando incluso a odiar a quien en un inicio asegurábamos amar.

Podemos resumir todo lo anterior en dos sencillas frases que pocas veces cita el saber popular. La primera, acuñada por Lord Byron: “La amistad es el amor, pero sin sus alas”. Pues mientras en una relación de amistad, encuentras al confidente, a la persona con quien compartes intereses y en ocasiones objetivos en común, sólo en el amor que te brinda la otra persona, sin ningún tipo de condiciones o ataduras, te dota de alas que te permitan llegar a donde sólo en sueños te atreves a pensar, ese lugar al que eres capaz de elevarte no porque estás con alguien, sino porque ese alguien permite que por ti mismo afirmes la confianza en aquello de lo que eres capaz. Y la segunda frase, que aparece en la película Las ventajas de ser invisible, en la que Charlie, el protagonista, le pregunta a su profe: ¿por qué las personas buenas salen con la gente equivocada? Y su profe responde: “Aceptamos el amor que creemos merecer”. Pasamos la vida esperando encontrar ese gran amor, y en lo que llega, nos conformamos con las migajas que nos arroja alguien a quien nos aferramos porque creemos que es a lo más que podemos aspirar.


J. S. Cainiz