YA NO QUIERO SER LO QUE SOY
por Giovanni Papini
Y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
SANTA TERESA
Hace tan sólo diez horas que me he dado cuenta de mi horrible condición. Hasta hace diez horas no sabía todavía lo que de más horrible puede haber en el mundo. Creía ser desde hace algunos años un doctor en terribilidad. Había probado, pensado, imaginado, soñado, todo lo que hay, que habrá, que podría haber, de más pavoroso, de más atormentado, de más estremecedor, de más monstruosamente y alocadamente angustioso. Sabía las ansias de las esperas nocturnas; la desesperación de los últimos besos; los temblores de las apariciones silenciosas; los delirios de las pesadillas; los sobresaltos de los relojes invisibles que laten en la noche de las horas eternas; los espasmos de los suplicios imposibles; los gemidos exasperados de las almas sin asilo; la fiebre errante de los coloquios demoníacos. Pero no sabía todavía la cosa más terrible que puede haber en el mundo; no conocía el suplicio último, el suplicio supremo. Hace sólo diez horas he tenido la revelación, y me parece ya que han pasado muchas dinastías por la tierra y muchos soles han dejado el cielo.
Procuraré tener calma. Me esforzaré por ser claro. Elegiré la fórmula más limpia, más simple, más natural: Me he dado cuenta de que no puedo no ser yo mismo. Me he dado cuenta de que nunca podré —nunca, ¿comprendéis?—, que nunca podré dejar de ser yo mismo.
Tal vez no me he explicado bastante. Yo quisiera cambiar. Pero cambiar en serio —¿entendéis?—, cambiar completamente, enteramente, radicalmente. Ser otro, en suma. Ser otro que no tuviera ninguna relación conmigo, que no tuviese el más mínimo punto de contacto conmigo, que ni siquiera me conociera, que no me hubiese nunca conocido.
¡Los cambios y las renovaciones de risa o en broma los conozco desde hace mucho tiempo! Se trata de em-polvamientos, de desocupaciones, de enjalbegaduras. Se cambia el mapa de Francia, pero la habitación sigue siendo la misma; se cambia de sitio los muebles, se cuelga con pequeños clavos un nuevo cuadro, se añade una estantería de libros, un sillón más cómodo, una mesa más ancha, pero la habitación es la misma; siempre, siempre, inexorablemente, la misma. Tiene el mismo aire, la misma fisonomía, el mismo clima espiritual. Se cambia la fachada, y la casa, por dentro, tiene las mismas escaleras y las mismas habitaciones; se cambia la cubierta, se cambia el título, se cambian las orlas del frontispicio, los caracteres del texto, las iniciales de los capítulos, pero el libro narra siempre la misma historia, siempre, siempre, inexorablemente, implacablemente la misma vieja, aburrida, lamentable historia.
Yo ya estoy cansado de este tipo de cambios y de renovaciones. ¡También yo algunas veces he barrido cuidadosamente mi pobre alma! ¡Cuántas veces he dado un nuevo color a mi cerebro! ¡Cuántas veces he puesto orden en la confusión de mi corazón! Me he hecho vestidos nuevos, he viajado por países nuevos, he habitado en ciudades nuevas, pero siempre he sentido, en el fondo de mí mismo, algo que queda, que queda siempre, que soy yo, siempre yo mismo, que cambia de cara, de voz, de manera de andar, pero que permanece eternamente, como un guardián incansable e inflexible. A su alrededor desaparecen cosas, pero él no las recuerda; a su alrededor aparecen cosas, y él no retrocede...
Y ahora estoy cansado de vivir conmigo mismo, siempre. Hace veinticuatro años que vivo en compañía de mí mismo. Ahora basta: estoy definitivamente aburrido. ¿Aburrido solamente? ¡Ni soñarlo! Decid más bien que estoy disgustado, asqueado, nauseado de este mí mismo con el que he vivido veinticuatro años, uno detrás de otro.
Y yo creo, finalmente, que tengo derecho a dejarme. Cuando una casa ya no nos gusta, podemos mudarnos. Cuando un instrumento no nos sirve ya, lo arrojamos al agua. ¿Y acaso mi cuerpo no es una casa, ya sea cabaña o templo? ¿Acaso mi alma no es un instrumento, ya sea hoz o lira?
Sin embargo, no puedo mudarme de mi cuerpo y no puedo arrojar a un mar cualquiera mi alma. Cada vez que me aproximo a un espejo vuelvo a ver mi cara pálida y delgada, con mi boca entreabierta, como sedienta de viento o hambrienta de presas, con mis cabellos alborotados y volubles como los de un salvaje, con mis ojos color de estaño crepuscular, en medio de los cuales se abren las grandes pupilas negras como madrigueras de serpientes.
Y cada vez que paso revista a mi espíritu encuentro los queridos, pero habituales conocidos: rostros que sonríen con desesperada ternura, rostros que lloran con un poco de vergüenza, rostros misteriosos escondidos por mechones de cabellos demasiado negros, y a lo lejos ecos de melodías rossinianas y de argucias de Diderot, de sinfonías beethovenianas y de versos de Lapo Gianni, de arias de Scarlatti y de apotegmas de Berkeley, cadencias de flautas que acompañan el baile de frívolas mujeres blancas; chaparrones de órganos bajo grandes mosaicos de oro y de violeta, y procesiones de patricios con vestiduras moradas a través de grandes salas, vacías y poco iluminadas.
Y muchas otras cosas encuentro y reencuentro en el alma que quise tanto y que alimentaba con tanta abundancia y adornaba con tanto lujo. Pero sigue siendo mi alma: algo de lo que está todavía en ella, y nadie podrá hacer que nunca haya estado.
¿Quién me enseñará, pues, de todos estos hombres amantes del hogar y de las flores secas, a librarme de mi cuerpo y de mi alma? ¿Quién podrá hacer que yo no sea más que yo, y que me convierta en otro, de manera que ni siquiera recuerde lo que soy ahora? ¿Quién podrá, hombre o demonio, darme lo que pido con toda la desesperación de mi alma furiosa contra sí misma?
Un viejo demonio me ha sugerido, cojeando, un método viejo: matarme. Pero yo no tengo ninguna confianza en ese demonio. Lo conozco desde hace poco tiempo y tengo motivos para creer que está de acuerdo con los sepultureros y con los marmolistas, ya que lo he visto varias veces rodar por los cementerios. Y, por otra parte, ¿de qué me serviría? Yo no tengo ningunas ganas de aniquilarme, de no vivir. Yo quiero ser, pero quiero ser algo distinto; quiero seguir viviendo, pero vivir otra vida. No tengo ninguna simpatía por el suicidio. Nunca me ha gustado demasiado aquel pobre diablo de Werther que se mató por no haber encontrado una segunda muñeca rubia, y no me gustan en absoluto sus imitadores, los cuales, en general, son todavía más opresivos que aquel desgraciado sentimental de provincia alemana. Las pistolas, con sus cañones brillantes que se adelantan estúpidamente en el aire, me parecen inútiles como instrumentos de laboratorio; el veneno me fastidia incluso en las novelas inglesas de intriga italiana, y en cuanto al ahorcamiento, apenas si lo considero digno de los más andrajosos de mis enemigos.
No tengo, pues, ningún deseo de no ser, sino un desesperado y prepotente deseo de ser de otra manera, de ser otro. Y tengo también una desesperada voluntad de no ser lo que soy, porque yo soy de tal manera que quiero lo que nunca podré tener. Yo quiero no ser yo, porque sé que nunca podré no ser yo.
Heme aquí llegado al absurdo. Heme aquí llegado al momento en que nadie puede saber lo que digo y lo que quiero. Nadie sabrá nunca lo que hay en mí en estos pavorosos momentos. Nadie, lo que se dice nadie: ni siquiera el más fino, el más psicólogo, el más stendhaliano de mis demonios familiares.
Este está aquí a mi lado. Su cara está más roja, más hinchada que de costumbre, y bajo su casco de piel de lobo sus ojos entornados y astutísimos me miran con una tranquilidad embarazosa. Ha visto lo que escribo y ha sonreído varias veces con satisfacción indescriptible. Y ahora, en este momento, me dice con voz sarcásticamente acariciadora:
—Acuérdate, amigo, de aquel médico que buscaba la muía mientras cabalgaba sobre ella. Esta noche eres un poco como él. Buscas ser otro. Pero quien tiene un deseo que nadie tuvo está ya, ante todos los hombres, en el mejor camino para no ser lo que es. Y tú estás en este caso, excelente e inquieto amigo. Estás ya en el umbral de tu alma y acaso —¿quién sabe?—, acaso salgas de ella, si no te da demasiado miedo la oscuridad que hay fuera.
Y dichas estas palabras se ha ido con rápidos pasos, dejando en mi habitación como un vago olor a incienso.
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