En la
versión fílmica de Naked Lunch (David Cronemberg, 1991), William Lee
sentencia: “dejé de escribir cuando tenía diez años, era muy peligroso”. A
pesar de saberlo termina redactando reportes sobre sus vivencias en Interzona
(Tánger).
¿Cuántos son los escritores que
destinan su obra al recuento de sus vidas?, y de estos, ¿quiénes logran hacer
de su vida la más importante obra, aún si el argumento conduce a la
tragedia?
Franz Kafka es, por mucho, el
escritor que mejor describe al siglo XX, y que incluso sigue vigente en
nuestros días. Tal vigencia se expresa no tanto en la temática de sus obras
como en el logrado reflejo de lo que en nuestros días aqueja al espíritu
humano. Kafka mejor que nadie describe el vivir al día en sus personajes, algo
que en la actualidad parece ser la norma. La Voluntad (entendida en la acepción
schopenhaueriana), se manifiesta en el top five de las listas musicales de la
semana. O parodiando a Heidegger: "Twitter es la casa del Ser" o lo
que es lo mismo: #dasein.
En Kafka, el individuo (Georg
Bendemann, Gregor Samsa, Joseph K., K., o Karl Rossman) se ocupa exclusivamente
de su situación presente, ya sea: despertar transformado en insecto, investigar
en que consisten las acusaciones del proceso al que se le ha sometido, o que,
después de abandonarlo todo se encuentre ante un castillo donde nadie le
espera.
Este ocuparse, este actuar, es lo
que nos otorga existencia. No el desempeñar una función concreta pretextando
que sólo para eso servimos, o que para tal o cual cosa fuimos diseñados. Simple
y llanamente afirmamos nuestra existencia en la acción.
Actuamos en el instante presente; no
lo hacemos al evocar el pasado (Proust) o al solazarnos en las chaquetas mentales
que producimos a diario (Joyce). Somos "agentes" de nuestro devenir
―nuestro proceso de ser―, escribiendo "reportes" que dan constancia
de nuestras hazañas (Beckett). Muchas veces quisiéramos tirar la toalla, y
decirle al mensajero que nos ha hecho el encargo: "preferiría no
hacerlo"; renunciamos a ser escritores y nos conformamos siendo escribas
(Mellville), meros copistas de documentos ya redactados. Elegimos no tener una
voz propia.
Los personajes de Kafka vivían su
presente, intentando (sin éxito) salir de la ratonera. Condenados por una fuerza
ciega: impuesta, quizá sin saberlo, por ellos mismos.
Kafka fue uno más de sus personajes,
sin duda el definitivo, y su historia está contenida en un libro sin título,
cuyos capítulos se componen de los diarios y cartas que dejó. Destacan por
supuesto, los capítulos: Felice Bauer y Milena Jesenska. El primero sobre todo
porque influye en la trama de El Proceso (detallado por Elías Canetti en El
otro proceso de Kafka). El epistolario kafkiano contiene una gran revelación
que probablemente no se pensaba antes de Kafka:
...escribir cartas es comunicarse
con fantasmas, no sólo con el fantasma del receptor, sino con el propio, que
emerge entre las líneas que se están escribiendo... Los besos escritos nunca
llegan a destino, sino que se los beben estos fantasmas en el camino.
Escribir cartas es escribir para
nadie.
Quien escribe una carta no tiene la
certeza de que la otra persona le responda, no tiene certeza siquiera que lea
su carta, y en caso de que el destinatario la reciba y la lea, qué tanto podrá
sentir las palabras. Es como estar en facebook y dejar un mensaje en inbox sin
tener la certeza de si tu amig@ leerá el mensaje.
Existe cierta clase de
escritores para quienes resulta
atractiva la idea de insertarse en la realidad como un personaje de ficción,
cuyas intenciones y sueños nos resultan más o menos claros; pero con Kafka no
podría ser tan fácil como con sus personajes. Rehuye a toda reinterpretación, y
lo hace explicándose a sí mismo, sobre todo con quien fuera su prometida:
Felice Bauer. Se trataba de una relación a distancia y eso procuraba un mayor
resguardo y seguridad al escritor. Seguiría por ese camino sobre todo en su
relación con Milena.
Pero existió un capítulo no escrito,
el capítulo perdido en la novela sin título. Y lo conocemos por quienes
convivieron con el autor en su último año de vida.
Kafka conoce a Dora Diamant durante el verano de 1923. El signo de su
relación fue la cercanía. Lo más curioso es que los documentos o entrevistas en
los que Dora relata la experiencia de haber sido la novia de Kafka, nos
presentan otra faceta del escritor Checo. Destaca su capacidad de asombro ante
las situaciones más cotidianas, su conocimiento de la naturaleza humana y
principalmente su mirada, en la que Dora no encontraba miedo o timidez, sino
fascinación. También enfatiza su viveza al hablar, como queriendo encontrar las
palabras adecuadas a lo que busca comunicar.
Nunca dejó de escribir. Más que una compulsión, la escritura era para
Kafka el aliento indispensable para seguir vivo.
La enfermedad que acabó con él, la tuberculosis, lo liberó del pacto que
hizo con su escritura. Su vida dejo de reflejar la oscuridad de sus obras.
Pudo, finalmente, separar al creador de la creación.
J. S. Cainiz
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