Con motivo de la 47
Feria del Libro en Aguascalientes (que concluyó el pasado domingo), se dedica este artículo a
esbozar algunas notas a propósito de la lectura y los libros. No se trata de
una apología, ni de un intento por concientizar a la población sobre la
importancia de formar una sociedad lectora en México; para eso existen
instancias y espacios más adecuados.
No es novedad hablar del libro como un objeto obsoleto y en desuso. Como
medio de entretenimiento, el libro debe competir con la televisión, el cine,
internet, y recientemente con dispositivos electrónicos (Tablets y
Smartphones), que desempeñan la misma función, a la par que auguran su
inminente desaparición.
El libro como objeto, se ha vuelto un lujo. Para volver atractivo su
consumo, se le fetichiza, dotándolo de una serie de cualidades y
características que francamente resultan innecesarias una vez que obviamos su
esencia en el uso. Un buen libro no adquiere su valor en la presentación
(portada, solapas, cubre polvos), cantidad de páginas, ilustraciones, o diseño
innovador (tipografías, desplegables, pop-up), sino en la calidad de su
contenido, lo raro de la edición (cuando se trata de un título o autor inédito
en nuestra lengua, que nunca o hacía mucho no se editaba), la relevancia del
tema que trata, así como el valor ¾sentimental o intelectual¾ que cada lector da a dicha obra.
En un artículo anterior, comentábamos acerca del impacto y modificación
de nuestros hábitos de lectura (Autonomía, no. 122), con la aparición de nuevas
tecnologías y gadgets; en esta ocasión enfocaremos nuestro análisis al “libro
como artefacto”.
Las herramientas que han acompañado al hombre en su evolución cultural
se han transformado significativamente pero en el fondo siguen conservando su
“esencial simplicidad”. La utilización de la rueda se mantiene presente hasta
nuestros días, pero ¿no era más obvio reproducir en una máquina el
desplazamiento por medio de extremidades? Obvio, por supuesto, pero
completamente impráctico. Ahora bien, ¿en qué ejemplo de la naturaleza se
inspira el hombre para la utilización de ruedas? Ocurre algo similar en el
lenguaje escrito. De la roca a la arcilla, de la madera al papel, el hombre ha
escrito en cualquier superficie o material maleable. El acceso al conocimiento pudo
democratizarse al atenderse dos principios básicos: reproducción masiva y
practicidad. El pergamino fue el gran libro de la antigüedad, pero había que
enrollar y desenrollar. Con la computadora (páginas web, blogs o procesadores
de textos), recuperamos un poco esa costumbre. El libro, en cambio, representó
la mayor revolución en cuanto a difusión y almacenamiento de información. La
actual tecnología de pantallas táctiles recupera el “dar vuelta a la página”.
Ha cambiado el medio pero en esencia las formas se mantienen.
La plataforma es otra, pero el formato persiste. El mejor ejemplo es la
música. El concepto de disco nació como un formato. La duración de las
canciones se debe a la difusión en radio. La era digital nos trae infinitas
posibilidades, pero se sigue recurriendo a una fórmula que nació con la
aparición del vinilo. La fotografía no sustituyó a la pintura, ni el cine al
teatro, y probablemente las impresoras 3-D no desaparecerán la escultura. ¿Por
qué seguir haciendo libros si existe el audio y el video? ¿Por qué seguir
escribiendo novelas si terminarán adaptándose a cine?
El acto de leer un libro implica concentración. Te involucras con el
objeto: físicamente, cuando subrayas una frase, o anotas un comentario al margen;
y emocionalmente, cuando llevas en tu interior lo leído durante días o semanas.
La experiencia de leer digitalmente implica otros procesos, como el uso de
hipervínculos, complementar con audios, videos, imágenes o diagramas. Un
verdadero libro electrónico implica aptitudes multidisciplinares. A título
personal, compraré un libro electrónico sólo si me ofrece una genuina
experiencia multimedia, de lo contrario sólo se tratará de un libro
digitalizado.
El libro como artefacto seguirá existiendo, incluso como objeto
compuesto de papel y tinta. Zanjado esto, prosigo con un par de apuntes sobre
“ese algo” que puede cautivarnos al leer un libro.
Casi al principio de Alicia en el País de las Maravillas encontramos
esto: “había echado un par de ojeadas al
libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de
qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.” Son
las palabras del autor lo que nos acompaña, y la manera en que cada lector las
siente. No se requiere más.
Ciertos libros se vuelven clásicos, al grado de retratar una época. La
novela que dio fama a Jack Kerouac, On
the Road (En el camino), publicada en 1957, pero escrita algunos años antes,
fue la gran novela americana que definió a la generación de la posguerra. Curioso
que el autor compuso un rollo de 36 metros de longitud con tiras de papel, que
tardó en mecanografiar 3 semanas, sin utilizar un sólo punto y aparte, lo que
nos da un largo párrafo de unas 400 páginas. Lo narrado por Kerouac masificó un
estilo de vida que cautivó a varias generaciones de jóvenes, quienes hicieron
de la carretera su filosofía. En el imaginario del lector mexicano destaca un
pasaje, en la última parte, cuando los protagonistas (Dean Moriarty y Sal
Paradise) llegan a Ciudad Victoria en Tamaulipas, y conocen a Gregorio, que les
consigue marihuana y los lleva a un prostíbulo donde todo el tiempo suena el
Mambo. Al final de la escena, Kerouac sentencia: “…de pronto recordé que estaba en México, y no en una fantasía
pornográfica de hashish en el cielo.”
Otra novela que encuentra en la carretera y los moteles, el fondo para
su puesta en escena, es Lolita de
Vladimir Nabokov (1955), cuyo protagonista, Humbert Humbert, narra el profundo
amor que siente por su adorada nínfula Lo. Muchos endilgan al libro la etiqueta
de literatura erótica, cuando el pasaje más obsceno que podrán encontrar es el
siguiente: “La pequeña Lo zarandeó mi
pobre fuente de vida con energía y de la manera más prosaica, igual que si
hubiera sido un adminículo inanimado desconectado por completo de mi ser.”
Más admirable todavía, es que a pesar de las discrepancias anatómicas entre la
“fuente de la vida” de Humbert, y un adolescente, Lo en ningún momento se
pandeó (eufemismo para decir que no emprendió la retirada).
Un último ejemplo (pero no el único)
de como un gran escritor sabe velar los aspectos más sórdidos, pero igualmente
naturales en el ser humano, lo encontramos en Confesiones de una Máscara (1949), obra autobiográfica de Yukio
Mishima, en la que describe cómo a los doce años descubre la angustia de poseer
un juguete nuevo: “Ese juguete aumentaba
de volumen en toda oportunidad y parecía insinuar que debidamente utilizado,
podía ser fuente de delicias.” En particular, dicho juguete asomaba su
inquisitiva cabeza, y se derramaba en gozo ante una reproducción del San
Sebastián de Gido Reni.
Igualmente sutil encontrará el lector, y a pesar del título, Marranadas (Truismes), de Marie
Darrieussecq.
⃰ (Publicado originalmente en el suplemento Autonomía de la Jornada no. 124, Octubre 4 de 2015.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario