21 febrero, 2009

Requiem por Fulano de Tal

Cada vez está más cercano el día en que publique las primeras historietas de "El sombrero en la cama", denme chanza y nos amanecemos. por lo pronto, me uno al rescate de nuestra cultura de lectores en vias de desarrollo. Si quieren leerse algo bueno, busquen Trópico de Capricornio de Henry Miller, es un libro choncho, tanto por el número de páginas, como la verborrea del neoyorquino. yo me lo topé como a mediados de 2007 en un tianguis de libros usados, sólo me costo veinte varitos (menos que una cajetilla de cigarros). como dato curioso, puedo decir que ese día (fue un sábado), viví la noche del mundo (desde ir a un bar ahi dos tres, pretenciosamente llamado "Cabaret", donde la pendeja mesera nos cobró cien varos de menos, andaba jais; luego fuimos por cheves clandestinas con doña korrups, luego a una fiesta en la casa brick stone, donde los muy pu... se culearon y nos corrieron luego luego, ademas de otras situaciones igualmente tragicómicas que algun dia podrán leer en una novela que me encuentro escribiendo). Pues el Miller si que aporta, desde polvos descritos muy sugerentemente, hasta enseñanzas cabronas de la vida cotidiana, que quieren, no me voy a aventar una pinche critica de revista literaria. si les gusta el fragmento que les voy a obsequiar a continuacion, pues leansela y luego me dicen que tal.
Se me olvidaba, titulé a esta entrada Requiem por Fulano de Tal porque de eso habla Miller en el presente pasaje. si lo escogí (ademas de ser uno de mis favoritos), es porque supongo que lo importante es hacer lo que sienta el corazón, si bien hay crisis y todo ese pedo, no por ello voy a vender mi culo maltrecho por un salario de miseria donde ademas terminaré empeñando mi alma.

A ver que les parece:

El horror asesino de la vida no va contenido en las calamidades ni en los desastres, porque esas cosas te despiertan y te familiari­zas e intimas mucho con ellas y, al final, acaban amasadas de nuevo... no, es más como estar en la habitación de un hotel en Hoboken, pongamos por caso, y con suficiente dinero en el bolsillo para otra comida. Estás en una ciudad en la que no esperas volver a estar nunca más y sólo tienes que pasar la noche en la habitación de tu hotel, pero necesitas todo el valor y coraje que poseas para permanecer en esa habitación. Tiene que haber una razón poderosa para que ciertas ciudades, ciertos lugares, inspiren tamaños aversión y espanto. Debe de estar producién­dose algún tipo de asesinato perpetuo en esos lugares. La gente es de la misma raza que tú, se ocupan de sus asuntos como hace la gente en todas partes, construyen el mismo tipo de casa, ni mejor ni peor, tienen el mismo sistema de educación, la misma moneda, los mismos periódicos... y, sin embargo, son absolutamente diferentes de las demás personas que conozco, y la atmósfera en conjunto es diferente, y el ritmo es diferente y la tensión es diferente. Es casi como mirarte a ti mismo en otra encarnación. Sabes, con la certidumbre más inquietante, que lo que rige la vida no es el dinero, ni la política, ni la religión, ni la educación, ni la raza, ni la lengua, ni las costumbres, sino otra cosa, algo que estás intentando sofocar y que en realidad te está sofocando a ti; porque, si no, no te sentirías tan aterrorizado de repente ni te preguntarías cómo vas a escapar. En algunas ciudades ni siquiera tienes que pasar una noche: simplemente una o dos horas son suficientes para desalentarte. Eso pienso de Bayonne. Llegué a ella por la noche con algunas direcciones que me habían dado. Llevaba bajo el brazo un maletín con un prospecto de la Enciclopedia Británica. Mi misión era ir al amparo de la oscuri­dad y vender la maldita enciclopedia a algunos pobres diablos que deseaban mejorar. Si me hubieran dejado caer en Helsingfors, no podría haberme sentido más turbado que caminando por las calles de Bayonne. Para mí no era una ciudad americana. No era una ciudad en absoluto, sino un enorme pulpo retorciéndose en la oscuridad. La primera puerta a que acudí era tan repulsiva, que ni siquiera me molesté en llamar; fui a varias direcciones antes de poder hacer acopio de valor para llamar. La primera cara que miré me hizo cagarme de miedo. No quiero decir que sintiera timidez o vergüenza... quiero decir miedo. Era la cara de un peón de albañil, un irlandés ignorante que de buena gana lo mismo se abalanzaría sobre ti con un hacha en la mano que te escupiría en un ojo. Fingí que me había equivocado de número y me apresuré a dirigirme a la siguiente dirección. Cada vez que se abría la puerta, veía un monstruo. Y por fin di con un pobre bobo que realmente quería mejorar y aquello fue la puntilla. Me sentí sinceramente avergonzado de mí mismo, de mi país, de mi raza, de mi época. Las pasé canutas para convencerle de que no comprara la maldita enciclopedia. Me preguntó inocentemente qué me había llevado a su casa, entonces... y sin vacilar ni un instante le conté una mentira asombrosa, mentira que más adelante iba a resultar una gran verdad. Le dije que simplemente fingía vender enciclopedias para conocer a gente y escribir sobre ella. Eso le interesó enormemente, más incluso que la enciclope­dia. Quería saber qué escribiría sobre él, si podía decirlo. He tardado veinte años en dar una respuesta, pero aquí va. Si todavía le gustaría saber, Fulano de Tal de la ciudad de Bayonne, ésta es: le debo mucho a usted porque después de esa mentira abandoné su casa e hice pedazos el prospecto que me habían facilitado en la Enciclopedia Británica y lo tiré al arroyo. Me dije: «Nunca más me presentaré ante la gente con pretextos falsos, ni siquiera para darles la Sagrada Biblia. Nunca más venderé nada, aunque tenga que morirme de hambre. Me voy a casa ahora y me sentaré a escribir realmente sobre la gente. Y si alguien llama a mi puerta para venderme algo, le invitaré a pasar y le diré: "¿Por qué se dedica usted a esto?" Y si dice que es porque tiene que ganarse la vida, le ofreceré el dinero que tenga y le pediré una vez más que piense en lo que está haciendo. Quiero impedir que el mayor número posible de hombres finjan tener que hacer esto o lo otro porque tienen que ganarse la vida. No es verdad. Uno puede morirse de hambre... es mucho mejor. Cada hombre que se muere de hambre voluntariamente contribuye a interrumpir el proceso automático. Preferiría ver a un hombre coger una pistola y matar a su vecino para conseguir la comida que necesita que mantener el proceso automático fingiendo que tiene que ganarse la vida.» Eso es lo que quería decir, señor Fulano de Tal.

(fragmento de Trópico de capricornio, Henry Miller)