25 julio, 2012

Nulla dies sine linea


Paseaba en soledad, sólo eso podía hacer. Era extraño estar bajo un cielo nublado, de nubes negras. Sentía que habían pasado horas, no tenía certeza a ese respecto, pues no llevaba reloj. Parecía tarde, quizás lo fuera. De cuando en cuando se encontraba a su paso con personas breves. «Otros como yo» se decía con la convicción de quien  de antemano admite la soledad sin cortapisas. Estas gentes breves, compañeros de camino por un pequeño lapso, parecían más bien destellos. Ni siquiera recordaba sus rostros, pero tenía plena seguridad de haberlos visto a los ojos, intentando descifrar qué eran, porqué eran… ahí, en ese preciso y único momento del día, de la eternidad.
            Y luego están los lugares de paso. Destinos de ocasión, como si dijéramos, para pasarla un rato, pero no destinos en sí. Un destino es eso que buscas con afán, no tienes certeza de lo que será ni de cómo será, pero una vez que estás ahí, sabes que has llegado.
            Y te encuentras con cada gente. No parecen de este mundo, son gente imposible. Claro que no entablas amistad con todos, pues son personas de muy variado talante. Encontrarás la simpatía de una o dos, incluso te parecerá que han estado esperándote toda su vida, o tal vez llegas a creer que toda tu vida es un preludio a ese primer encuentro con lo otro, con ese otro.
            En cuanto a las pérdidas, seguro estaríamos perdiendo un valioso tiempo hablando de pérdidas. Todo lo que nos queda por descubrir no es gratis, sabes, tiene su precio: perder algo, a veces algo importante.
Pocos entienden la necesidad de la pérdida, lo que deviene en necedad al aferrarse. Es algo que nos acerca al yo real, el yo definitivo, ese que finalmente alcanzamos en la agonía del último instante.
La mejor forma de equilibrar la balanza ante una pérdida es atesorando instantes privilegiados; momentos efímeros que sólo quedan como una breve impresión en nuestra memoria, y a pesar de su aparente intrascendencia, serán lo que dé cuenta de una vida bien vivida.
La entropía. Se hará bien en temerla, pero tampoco hay que tomársela tan en serio, ni tan a la ligera. La entropía es ineludible, no se le evita, se le afronta. Tampoco hay que caer en la necedad de querer confrontarla. Tan sólo hay que lidiar con ella como se haría con un borracho necio a las tres de la madrugada. Siempre volverá por más, y entonces dirás: «pero qué más puedes querer de mí, si ya te llevaste mi juventud, mi salud, mi alma… déjame al menos esta monótona tranquilidad, esta rutina que con dificultad me permite respirar entre un ataque de ansiedad y el siguiente…» pero la entropía siempre vendrá por más. Y si ya no tienes nada, si realmente ya no tienes nada que perder, y óyelo bien, siempre hay algo que perder, pero si aún con esta advertencia aseguras ya no tener nada que perder, por qué carajos sigues respirando, suicídate de una maldita vez, o mejor aun, cambia este maldito mundo pues ya nada podrá impedírtelo.
Nos han otorgado un tiempo que no ha sido definido. La vida… esa es otra cosa, pues jamás fui un buen ladrón, así que no veo cómo…


J. S. Cainiz

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece un magnífico entretejido de conceptos por parte del autor (J.S. Caíniz) con el objeto de arribar a un concepto más complejo y realimentado por los anteriores, además la proyección de destino le da un toque más dinámico al contexto para finalizar en una adecuada analogía de pertenencia no material. (Ignisframe)